Un cuarto de hotel, clima cálido. La lámpara encendida, la televisión también; frente a la tele las camas desarregladas, una con ropa y la otra sin nada más que las sábanas. En el buró que separaba las camas, una caja de condones, una botella de agua y tickets de las casetas arrugados y hechos bolita.
Sobre el mueble que servía de apoyo a la tele y cajonera al mismo tiempo, su bolsa, una coca light, galletas de chocolate y otra botella de agua. También estaban las llaves del carro y un par de tickets del centro comercial: por las sandalias de baño, por la pasta de dientes, la comida, etc.
El cuarto vivo con la televisión a un volumen alto y nadie dentro. Las cortinas estaban cerradas, dejándo espacio solamente para la puerta que llevaba al balcón, que era en donde estabamos nosotros, despreocupados.
La terraza era una butaca para un gran espectáculo: llovía. Nosotros veíamos los relámpagos, escuchabamos los truenos, disfrutabamos de las bombillas de luz de los postes como coronadas por la lluvia que junto con la luz formaban un halo al rededor de ellas, santificadas por la lluvia y por su luz. Abajo, en la piscina, la gente de mantenimiento se agarraba con fuerza sus sombreros e intentaban prender un cigarro tercamente, hasta que comprendieron que el viento y la lluvia eran más fuertes que la flama de sus cerillos. Ella y yo nos recargamos sobre el barandal, para ver mejor; a pesar del sonido que provocaba el aire, aún podíamos escuchar la televisión que parecía ahora tan lejana...Hicimos el amor ahí en el balcón, al aire libre, sin más luces que las bombillas santificadas de varios kilómetros más allá y los relámpagos que nos mandaba Dios.
Después nos sentamos en las sillas de madera con tela blanca frente a la mesa tratada para exteriores; prendimos una vela, ella un cigarro y yo un puro; extraña nueva costumbre mía de hacer patente que disfruto mucho un momento. Abrí mi libro y leí, ella recargó sus piernas en las mías, me hizo un par de preguntas sobre lo que leía mientras estiraba sus brazos para abrazarme; le respondí sonriente con el puro en la mano; ella me besó y recargo su cabeza sobre mi hombro y los dos empezamos a disfrutar de nuestra propia compañía...la tele seguía hablando, pero ya nadie la escuchaba, estabamos sordos con nuestro silencio, buscando la luna, ella en el cielo y yo en mi libro.
Sobre el mueble que servía de apoyo a la tele y cajonera al mismo tiempo, su bolsa, una coca light, galletas de chocolate y otra botella de agua. También estaban las llaves del carro y un par de tickets del centro comercial: por las sandalias de baño, por la pasta de dientes, la comida, etc.
El cuarto vivo con la televisión a un volumen alto y nadie dentro. Las cortinas estaban cerradas, dejándo espacio solamente para la puerta que llevaba al balcón, que era en donde estabamos nosotros, despreocupados.
La terraza era una butaca para un gran espectáculo: llovía. Nosotros veíamos los relámpagos, escuchabamos los truenos, disfrutabamos de las bombillas de luz de los postes como coronadas por la lluvia que junto con la luz formaban un halo al rededor de ellas, santificadas por la lluvia y por su luz. Abajo, en la piscina, la gente de mantenimiento se agarraba con fuerza sus sombreros e intentaban prender un cigarro tercamente, hasta que comprendieron que el viento y la lluvia eran más fuertes que la flama de sus cerillos. Ella y yo nos recargamos sobre el barandal, para ver mejor; a pesar del sonido que provocaba el aire, aún podíamos escuchar la televisión que parecía ahora tan lejana...Hicimos el amor ahí en el balcón, al aire libre, sin más luces que las bombillas santificadas de varios kilómetros más allá y los relámpagos que nos mandaba Dios.
Después nos sentamos en las sillas de madera con tela blanca frente a la mesa tratada para exteriores; prendimos una vela, ella un cigarro y yo un puro; extraña nueva costumbre mía de hacer patente que disfruto mucho un momento. Abrí mi libro y leí, ella recargó sus piernas en las mías, me hizo un par de preguntas sobre lo que leía mientras estiraba sus brazos para abrazarme; le respondí sonriente con el puro en la mano; ella me besó y recargo su cabeza sobre mi hombro y los dos empezamos a disfrutar de nuestra propia compañía...la tele seguía hablando, pero ya nadie la escuchaba, estabamos sordos con nuestro silencio, buscando la luna, ella en el cielo y yo en mi libro.
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